La ciudad y la obra de arte
por Edgar Yánez
Por otro lado, la incorporación de obras bidimensionales, tiene el problema del carácter cambiante de la ciudad y del sentido de propiedad privada que prevalece y que termina, generalmente relegando estas piezas a los peores muros disponibles. En esta ciudad posible, los artistas no son mas que promotores de actividades que procuran la presencia del arte en las calles, donde los museos carecen de gran importancia, y más bien la ciudad sirve como marco escenográfico a estos eventos. Esto requiere de gran creatividad por parte del artista contemporáneo, ya que en algunos casos sus obras serán inspiradas por la ciudad, por otro lado las obras serán generadas para la ciudad y permanecerán en ella, y en otros casos la obra se generará desde la ciudad y su carácter de permanencia o no en el tiempo también será generado también por la ciudad. Los artistas no son otra cosa que gerentes de proyectos que a veces no manejan otra cosa que el recurso humano, son gestores del comportamiento y ven a la ciudad como un laboratorio al cual se debe sacar partido, incluso a lo que sucede en cada esquina, no al hecho grandilocuente, sino más bien al detalle y a lo iconográfico. Encontramos así, propuestas que subrayan los sonidos de la ciudad, sus olores, sus carencias, sus deseos. Si vemos la ciudad de esta manera, sabremos que el fenómeno es mucho más complejo que colocar hermosos edificios y obras de arte.
El artista contemporáneo comprometido con la ciudad, será una suerte de interlocutor entre ésta y el hombre común, ese que aún no dándose cuenta que puede estar rodeado de un paisaje urbano con algún valor estético o histórico, puede ser partícipe de eventos que se den cita en su ciudad y planteen en él una nueva posibilidad de vivir la ciudad, no sólo como simple espectador sino como parte activa de ella. Allí está el rol del artista en facilitar esas experiencias, claro está, deberá disolverse en la masa y casi clandestinamente moverá los sensores necesarios para generar reacciones inesperadas.
En este sentido, el teatro lleva una larga tradición en ciudades como Barcelona, España. Agrupaciones como Comediants, La Fura del Baus, Els Joglars y otros, dedican gran parte de su tiempo en la elaboración de eventos que incorporen a los habitantes en una especie de euforia, y por qué no, de reflexión colectiva. En este sentido, cuando pensamos y analizamos la arquitectura de la ciudad nos encontramos frente a dos hechos fundamentales, su morfología y cómo sus espacios son vividos. Cuando entramos a una iglesia y nos concentramos a detallar sus techos, columnas, vitrales, muchas veces ni sospechamos que hay personas rezando frente a alguna imagen de manera vehemente y en muchos casos desesperada y tal vez sea esta la mayor riqueza que podamos extraer entre estos muros, tal vez no sea la mirada acuciosa la que dé sentido a la iglesia sino ese murmullo constante dentro de ella.
De este modo, si deseamos tener una amplia visión de esta obra, deberíamos concentrarnos mas en sus sonidos, sus olores, su luz y en todo caso en la satisfacción del deseo de quienes la viven, minimizando el carácter escenográfico por monumental que este sea. En este sentido, la ciudad tiene distintas lecturas, una por cada habitante, su imagen ya no es una sola, pasa a ser la imagen de quien mira y no de quien es mirado. Podemos recorrer la ciudad como si se tratase de un sin fin de autopistas superpuestas donde cada cual transita sus experiencias.
Nota preliminar (Las Ciudades Invisibles)
por Italo Calvino
En Las ciudades invisibles no se encuentran ciudades reconocibles. Son todas inventadas; he dado a cada una un nombre de mujer; el libro consta de capítulos breves, cada uno de los cuales debería servir de punto de partida de una reflexión válida para cualquier ciudad o para la ciudad en general.
El libro nació lentamente, con intervalos a veces largos, como poemas que fui escribiendo, según las más diversas inspiraciones. Cuando escribo procedo por series: tengo muchas carpetas donde meto las páginas escritas, según las ideas que se me pasan por la cabeza, o apuntes de cosas que quisiera escribir. Tengo una carpeta para los objetos, una carpeta para los animales, una para las personas, una carpeta para los personajes históricos y otra para los héroes de la mitología; tengo una carpeta sobre las cuatro estaciones y una sobre los cinco sentidos; en una recojo páginas sobre las ciudades y los paisajes de mi vida y en otra ciudades imaginarias, fuera del espacio y del tiempo. Cuando una carpeta empieza a llenarse de folios, me pongo a pensar en el libro que puedo sacar de ellos.
Así en los últimos años llevé conmigo este libro de las ciudades, escribiendo de vez en cuando, fragmentariamente, pasando por fases diferentes. Durante un período se me ocurrían sólo ciudades tristes, y en otro sólo ciudades alegres; hubo un tiempo en que comparaba la ciudad con el cielo estrellado, en cambio en otro momento hablaba siempre de las basuras que se van extendiendo día a día fuera de las ciudades. Se había convertido en una suerte de diario que seguía mis humores y mis reflexiones; todo terminaba por transformarse en imágenes de ciudades: los libros que leía, las exposiciones de arte que visitaba, las discusiones con mis amigos. Pero todas esas páginas no constituían todavía un libro: un libro (creo yo) es algo con un principio y un fin (aunque no sea una novela en sentido estricto), es un espacio donde el lector ha de entrar, dar vueltas, quizás perderse, pero encontrando en cierto momento una salida, o tal vez varias salidas, la posibilidad de dar con un camino para salir. Alguno de vosotros me dirá que esta definición puede servir para una novela con una trama, pero no para un libro como éste, que debe leerse como se leen los libros de poemas o de ensayos o, como mucho, de cuentos. Pues bien, quiero decir justamente que también un libro así, para ser un libro, debe tener una construcción, es decir, es preciso que se pueda descubrir en él una trama, un itinerario, un desenlace.
Nunca he escrito libros de poesía, pero sí muchos libros de cuentos, y me he encontrado frente al problema de dar un orden a cada uno de los textos, problema que puede llegar a ser angustioso. Esta vez, desde el principio, había encabezado cada página con el título de una serie: Las ciudades y la memoria, Las ciudades y el deseo, Las ciudades y los signos; llamé Las ciudades y la forma a una cuarta serie, título que resultó ser demasiado genérico y la serie terminó por distribuirse entre otras categorías. Durante un tiempo, mientras seguía escribiendo ciudades, no sabía si multiplicar las series, o si limitarlas a unas pocas (las dos primeras eran fundamentales) o si hacerlas desaparecer todas. Había muchos textos que no sabía cómo clasificar y entonces buscaba definiciones nuevas. Podía hacer un grupo con las ciudades un poco abstractas, aéreas, que terminé por llamar Las ciudades sutiles.
Algunas podía definirlas como Las ciudades dobles, pero después me resultó mejor distribuirlas en otros grupos. Hubo otras series que no preví de entrada; aparecieron al final, redistribuyendo textos que había clasificado de otra manera, sobre todo como “memoria” y “deseo”, por ejemplo Las ciudades y los ojos (caracterizadas por propiedades visuales) y Las ciudades y los intercambios, caracterizadas por intercambios: intercambios de recuerdos, de deseos, de recorridos, de destinos. Las continuas y las escondidas, en cambio, son dos series que escribí adrede, es decir con una intención precisa, cuando ya había empezado a entender la forma y el sentido que debía dar al libro. A partir del material que había acumulado fue como estudié la estructura más adecuada, porque quería que estas series se alternaran, se entretejieran, y al mismo tiempo no quería que el recorrido del libro se apartase demasiado del orden cronológico en que se habían escrito los textos. Al final decidí que habría 11 series de 5 textos cada una, reagrupados en capítulos formados por fragmentos de series diferentes que tuvieran cierto clima común.
El sistema con arreglo al cual se alternan las series es de lo más simple, aunque hay quien lo ha estudiado mucho para explicarlo. Todavía no he dicho lo primero que debería haber aclarado: Las ciudades invisibles se presentan como una serie de relatos de viaje que Marco Polo hace a Kublai Kan, emperador de los tártaros. (En la realidad histórica, Kublai, descendiente de Gengis Kan, era emperador de los mongoles, pero en su libro Marco Polo lo llama Gran Kan de los Tártaros y así quedó en la tradición literaria.) No es que me haya propuesto seguir los itinerarios del afortunado mercader veneciano que en el siglo XIII había llegado a China, desde donde partió para visitar, como embajador del Gran Kan, buena parte del Lejano Oriente. Hoy el Oriente es un tema reservado a los especialistas, y yo no lo soy. Pero en todos los tiempos ha habido poetas y escritores que se inspiraron en El Millón como en una escenografía fantástica y exótica: Coleridge en un famoso poema, Kafka en El mensaje del emperador, Buzzati en El desierto de los tártaros. Sólo Las mil y una noches puede jactarse de una suerte parecida: libros que se convierten en continentes imaginarios en los que encontrarán su espacio otras obras literarias; continentes del “allende”, hoy cuando podría decirse que el “allende” ya no existe y que todo el mundo tiende a uniformarse.
A este emperador melancólico que ha comprendido que su ilimitado poder poco cuenta en un mundo que marcha hacia la ruina, un viajero imaginario le habla de ciudades imposibles, por ejemplo una ciudad microscópica que va ensanchándose y termina formada por muchas ciudades concéntricas en expansión, una ciudad telaraña suspendida sobre un abismo, o una ciudad bidimensional como Moriana. Cada capítulo del libro va precedido y seguido por un texto en cursiva en el que Marco Polo y Kublai Kan reflexionan y comentan. El primero de ellos fue el primero que escribí y sólo más adelante, habiendo seguido con las ciudades, pensé en escribir otros. Mejor dicho, el primer texto lo trabajé mucho y me había sobrado mucho material, y en cierto momento seguí con diversas variantes de esos elementos restantes (las lenguas de los embajadores, la gesticulación de Marco) de los que resultaron parlamentos diversos. Pero a medida que escribía ciudades, iba desarrollando reflexiones sobre mi trabajo, como comentarios de Marco Polo y del Kan, y estas reflexione s tomaban cada una por su lado; y yo trataba de que cada una avanzara por cuenta propia. Así es como llegué a tener otro conjunto de textos que procuré que corrieran paralelos al resto, haciendo un poco de montaje en el sentido de que ciertos diálogos se interrumpen y después se reanudan; en una palabra, el libro se discute y se interroga a medida que se va haciendo. Creo que lo que el libro evoca no es sólo una idea atemporal de la ciudad, sino que desarrolla, de manera unas veces implícita y otras explícita, una discusión sobre la ciudad moderna. A juzgar por lo que me dicen algunos amigos urbanistas, el libro toca sus problemáticas en varios puntos y esto no es casualidad porque el trasfondo es el mismo. Y la metrópoli de los big numbers no aparece sólo al final de mi libro; incluso lo que parece evocación de una ciudad arcaica sólo tiene sentido en la medida en que está pensado y escrito con la ciudad de hoy delante de los ojos. ¿Qué es hoy la ciudad para nosotros? Creo haber escrito algo como un último poema de amor a las ciudades, cuando es cada vez más difícil vivirlas como ciudades. Tal vez estamos acercándonos a un momento de crisis de la vida urbana y Las ciudades invisibles son un sueño que nace del corazón de las ciudades invivibles.
Se habla hoy con la misma insistencia tanto de la destrucción del entorno natural como de la fragilidad de los grandes sistemas tecnológicos que pueden producir perjuicios en cadena, paralizando metrópolis enteras. La crisis de la ciudad demasiado grande es la otra cara de la crisis de la naturaleza. La imagen de la “megalópolis”, la ciudad continua, uniforme, que va cubriendo el mundo, dominatambién mi libro. Pero libros que profetizan catástrofes y apocalipsis hay muchos; escribir otro sería pleonástico, y sobre todo, no se aviene a mi temperamento. Lo que le importa a mi Marco Polo es descubrir las razones secretas que han llevado a los hombres a vivir en las ciudades, razones que puedan valer más allá de todas las crisis. Las ciudades son un conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque, como explican todos los libros de historia de la economía, pero estos trueques no lo son sólo de mercancías, son también trueques de palabras, de deseos, de recuerdos. Mi libro se abre y se cierra con las imágenes de ciudades felices que cobran forma y se desvanecen continuamente, escondidas en las ciudades infelices.
Casi todos los críticos se han detenido en la frase final del libro: “buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio”. Como son las últimas líneas, todos han considerado que es la conclusión, la “moraleja de la fábula”. Pero este libro es poliédrico y en cierto modo está lleno de conclusiones, escritas siguiendo todas sus aristas, e incluso no menos epigramáticas y epigráficas que esta última. Es cierto que si esta frase se ubica al final del libro no es por casualidad, pero empecemos por decir que el final del último capítulo tiene una conclusión doble, cuyos elementos son necesarios: sobre la ciudad utópica (que aunque no la descubramos no podemos dejar de buscarla) y sobre la ciudad infernal. Y aún más: ésta es sólo la última parte del texto en cursiva sobre los atlas del Gran Kan, por lo demás bastante descuidado por los críticos, y que desde el principio hasta el final no hace sino proponer varias “conclusiones” posibles de todo el libro. Pero está también la otra vertiente, la que sostiene que el sentido de un libro simétrico debe buscarse en el medio: hay críticos psicoanalistas que han encontrado las raíces profundas del libro en las evocaciones venecianas de Marco Polo, como un retorno a los primeros arquetipos de la memoria, mientras estudiosos de semiología estructural dicen que donde hay que buscar es en el punto exactamente central del libro, y han encontrado una imagen de ausencia, la ciudad llamada Baucis. Es aquí evidente que el parecer del autor está de más: el libro, como he explicado, se fue haciendo un poco por sí solo, y únicamente el texto tal como es autorizará o excluirá esta lectura o aquélla. Como un lector más, puedo decir que en el capítulo V, que desarrolla en el corazón del libro un tema de levedad extrañamente asociado al tema de la ciudad, hay algunos de los textos que considero mejores por su evidencia visionaria, y tal vez esas figuras más filiformes (“ciudades sutiles” u otras) son la zona más luminosa del libro.
Esto es todo lo que puedo decir.
Conferencia pronunciada por Calvino en inglés, el 29 de marzo de 1983, para los estudiantes de la Graduate Writing División de la Columbio University de Nueva York
Una estética del arte y el diseño de imagen y sonido
Por Marta Zatonyi
Lo activo de la forma va a proyectarse sobre la pasividad de la materia, pero al encontrarse con ella, la materia se activa y contesta a la acción de la forma, deja de ser pasiva y sugiere, genera. Dice Hegel: “la materia debe ser formada y la forma materializada”. A través de esa forma materializada, surge la apariencia. Así lo interior (esencia, contenido) se exterioriza, por medio de la creación artística, mientras lo exterior (forma, apariencia) se interioriza mediante el análisis sobre la obra artística.
En base a esta introducción, cabe afirmar que las categorías contenido y forma, no son categorías estéticas en sí, sino que son categorías filosóficas, y porque lo son, también actúan como conceptos básicos en la estética. A lo largo de la historia del arte, esta unidad y lucha entre el contenido y la forma siempre existieron como sine qua non de la creación.
Los factores cambiantes de esta historia han sido los siguientes: ¿desde qué realidad (social e individual, exterior e interior) parte, en qué momento, en qué condición, cómo opera y de qué manera aparece? La relación entre el contenido y la forma es también una historia social y una historia de cada creador.
No hay dos obras de arte, aunque muy parecidas entre sí, que sean iguales. Porque si se presenta el más mínimo cambio en su aspecto formal, ya señala que operó previamente un cambio interno, pero a su vez, el cambio externo (solo o entre varios) va a ser fertilizante si no causante también, de nuevos cambios conceptuales. El proceso de diseño, por ejemplo, claramente muestra, que cualquier trazo, cualquier gesto nuevo y diferente, será respondido desde el plano sobre el cual el creador proyecta, con una nueva sugerencia. Se establece así el diálogo entre el diseñador y lo diseñado.
En la creación artística de ninguna manera hay a priori y un a posteriori: ni el contenido es sirviente de la forma ni la forma es sirviente del contenido. Uno estimula, genera, sugiere al otro. Uno lucha contra el otro, uno hace al otro. Cada uno se hace en cuanto se hace en el otro.
Tomemos un ejemplo. Como contenido, la fe religiosa, como forma, el espacio religioso.
¿Cómo era la fe religiosa de los griegos? Según ellos, el destino del hombre común, era el eterno vagar y sólo los dioses y los muy pocos elegidos (deificables por ello) podían acceder a la vida eterna del postmortem. Los templos griegos no fueron abiertos para los mortales. Solamente el simulacro de los dioses y sacerdotes entraron en su espacio. En base al análisis en el capítulo Ética y Estética, vemos que la forma (la esencia que aparece), por la materialización de la idea, expresa claramente este contenido. La exclusión del hombre común y corriente del recinto sagrado, del lugar de los dioses y de sus elegidos, se convierte en espacio, en arquitectura.
Cuando opera un cambio en la fe religiosa de la clasicidad, y se impone el cristianismo, como religión de salvación, el hombre ya no será excluido del espacio religioso, sino incluido en él. La iglesias paleocristianas y las posteriores (cada una a su manera, según su época y según su contenido específico), acusan recibo de sus cambios formales, y éstos, de sus cambios esenciales. El atrio se abre a todos quienes quieren identificarse con la nueva ideología; el nártex genera el espacio de transición entre los todavía no evangelizados y los ya evangelizados; la fachada de entrada principal mira hacia el occidente y el ábside, hacia el este, como metáfora del recorrido dee este mundo de sufrimiento, del valle de las lágrimas, hacia la luz divina, hacia la salvación eterna; las columnas, en lugar de formar el perimetraje exterior, se enfilan entre la entrada y el altar y empujan al creyente, con la asceleración del ritmo, hacia el objetivo final, hacia el encuentro con lo divino.
Sigue siendo fe religiosa, pero es diferente, ya es otra fe religiosa. Por ello la forma también va a cambiar. Pero sólo puede cambiar, porque tomó, de una manera ya diferente, las formas anteriores, también agregó nuevas y con ello pudo estimular también una nueva práctica religiosa, una nueva fe religiosa.
En el gótico, época de auge y de crecimiento, se seguridad, el hombre ya se propone el ascenso. Dice Santo Tomás de Aquino que debemos hacer la belleza, porque sólo con ello se accede a Dios, pues la esencia de Dios es la belleza. El ascenso aquí adquiere un peso fundamental. La angustia, el miedo, la humillación, la inseguridad, de ninguna manera puede generar programa de ascender. Este hombre gótico, habitante de la ciudad que alberga y dignifica, que da seguridad y continencia, pudo hacerlo. Mucho más allá de las invenciones técnico-científicas, mucho más allá de la posibilidad ya real de la acumulación de riqueza y la brillante organización laboral de los talleres catedralicios (que por supuesto todos fueron factores determinantes), este concepto, este señor del hombre de la Edad Media Baja fue el que determinó la verticalidad gótica. La fe religiosa otra vez diría lo mismo, sigue siendo fe religiosa, pero ya diferente. Su forma mutó y esta mutación permite estimular otras ideologías también. Esta dialéctica entre esencia (fe religiosa) y apariencia (espacio religioso) va a permitir nuevas propuestas, en ambas instancias. El movimiento histórico genera así la unidad entre el interior y lo exterior.
Podríamos seguir hasta nuestros días, pues la fe religiosa, con sus intrínsecas transformaciones, proponen nuevas formas y éstas estimulan nuevos contenidos también.
Si observamos la pequeña iglesia de Utzon en Copenhague, vemos que la fachada ya no coincide con el eje interior, que es un lugar no tanto para subsumirse sino para reunirse, que el protagonista aquí es el creyente, que la luz y la música hacen volúmenes y vacíos, que la actividad cívica no está eliminada en la actividad religiosa. Igual oparecido ejemplo para el mismo tema sería la iglesia de Aalto en Imatra (Finlandia), o la de Ronchamps, de Le Corbusier (en Francia). Estas y muchas otras iglesias son de nuestros tiempos, entre ellas siempre hay diferencia, pero coinciden en que expresan una distinta fe religiosa, adecuada a nuestra vida.
Cualquier cambio que opera en la parte formal, de una u otra manera repercute sobre el contenido. Desgraciadamente, a lo largo de la historia, esta verdad, aparentemente tan obvia, no fue suficientemente respetada o directamente fue obviada o negada. Por ejemplo, frecuentemente se puede encontrar esculturas, que, aunque concebidas originalmente para ser talladas en mármol, sin embargo fueron luego copiadas en bronce. Aunque aparentemente se mantienen ciertos elementos, como por ejemplo las proporciones, el contenido, la composición, etc., pero ya es otra cosa. El mármol tiene su voluntad, su estructura internas, su propio deseo; el bronce el suyo.
Zatonyi, Marta. Una estética del arte y el diseño de imagen y sonido. Tercera edición, Kliczkowski Publisher, 1999, Buenos Aires.
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